Tenía la mirada fija, sólo
tenía una oportunidad para robarme a esa cabrona. Mientras esperaba a que
abrieran la puerta decidí prender un cigarrillo. Lance la colilla por la
ventana del coche. Me tuve que volver a limpiar el sudor de las manos: odio
esperar tanto.
Con su faldita de puta, sus
piernas gordas y fornidas, salió de su casa. Dobló hacía la izquierda y espero
el camión. Prendí el coche, avance y me paré justo en frente de ella. La
subí al coche a madrazos.
Iba manejando, prendí otro
cigarro, me seguían sudando las manos y el coche marcaba que la gasolina estaba
por acabarse. Llene el tanque en una gasolinera y pise el acelerador a fondo. Ella seguía
callada, ajena a todo lo que iba a pasar.
Cinco, seis, siete, ocho
horas pasaron desde que la robé de la parada del camión. No respiraba y yo la
necesitaba viva. Paré el coche, y escuchaba a mi corazón bombear sangre a mi
cerebro, manos, pies. Ella seguía sin respirar.
La baje del coche como la
había subido. Le solté un par de bofetadas para que reaccionara, fue imposible,
seguía sin despertar, sin respirar. Le tiré una botella de agua.
La volvía subir en la parte
de atrás del coche, empezaba a apestar a muerto; me empezaron a sudar más las
manos. Tenía que llegar con el jefe y yo no traía a su putita.
Me mandaron a la chingada con
mi muertita en falda. Volví a manejar esas putas ocho horas para dejarla en esa
esquina de donde la robe. Entonces lo vi.
Era ese cabrón de Sánchez, el
hondureño, que aparte de jodido era un puto infiltrado de la otra banda. Y el
patrón lo idolatraba.
Salí del coche le avente a su
putita, le arrebate el cigarro y dispare. Ya llevaba seis muertitos en los que
iba del mes. Entonces sentí la punta de la pistola en dos partes del cuerpo: en
las bolas y en la sien.
Sólo escuche: “¡Disparen y
que quede bien muerto ese hijoputa!”.
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